El uso del agua para apagar incendios es realizado por el hombre desde tiempos inmemoriales, pero la comprensión de por qué esta reacción sucede es algo compleja.
Para empezar, el fuego se origina por la conjunción de oxígeno, combustible (es decir, cualquier sustancia propensa a arder, no solamente las que de forma coloquial conocemos como combustible) y, por supuesto, calor. El calor suficiente para que el combustible arda.
El agua no puede arder (es decir, es materia incombustible), lo que la convierte en un extintor provisto por la propia naturaleza. Al entrar en contacto con el fuego, el agua se evapora (al aplicársele calor, la energía cinética de sus moléculas hace que se separen), lo que hace descender la temperatura y evita que las llamas se propaguen, hasta que paulatinamente logra apagarlas, si se aplica al fuego en la cantidad suficiente. Esto se debe a que el agua, en su estado gaseoso, es capaz de absorber el calor, lo que inhibe la reacción entre combustible y oxígeno.
No se puede dejar de mencionar otro factor que es sumamente importante: al humedecer el combustible que aún no arde, el agua también funge como aislante, separándolo del oxígeno para evitar así la combustión.